Karl Von Clausewitz
DE LA GUERRA
Centro de Estudios e investigaciones Militares
Introducción
Este trabajo persigue varios objetivos: uno es, introducir al pensamiento y obra del General Clausewitz, como referente para su posterior estudio. Otro objetivo lo constituye, el difundir sus principales conceptos, orientando la academia, a propios y extraños y acercarlos a este filósofo de la guerra. Los objetivos se suceden en inducir al lector a una meditación sobre la aplicación personal de toda la estructura teórica.
La presente ocasión, conlleva a reflexionar sobre los aportes que los ejemplos históricos pueden aportar a los actuales escenarios, pero especialmente en orientar la labor en el análisis de lo que sucedió, como fuente de conocimiento y de alternativas, para obtener la mejor y más consolidada acción.
Carlos Clausewitz, nació en Prusia en 1780, quinto hijo de un ex-oficial del Ejército Prusiano que a causa de su falta de nobleza había sido separado del servicio después de la Guerra de los Siete Años. Desde la edad de los doce años, fue admitido en el prestigioso 34° Regimiento de Infantería y antes de un año participó en su primera campaña contra Francia. Junto con sus hermanos lograron el reconocimiento de el von en su apellido - status de nobleza -. Clausewitz ingresó al ejército prusiano moldeado por Federico el Grande, que estaba perfectamente adaptado al ritual de guerra pre-napoleónica del siglo XVIII. Este ejército se caracterizaba por ser capaz de entregar una máxima concentración de fuego en combate, por el dominio de la infantería (formada linealmente en la batalla) y por la dependencia de sus líneas de comunicaciones para abastecerlo de munición, alimentos y forraje.
La Campaña de 1793 finalizó dos años después - no muy favorablemente para Prusia - y Clausewitz pasó luego un período de cinco años de guarnición en Neuruppin, donde aprovechando la excelente biblioteca del Regimiento, prácticamente devoró todos los libros a su disposición.
En Prusia se desarrollaba una suerte de revolución educacional, que impulsaba la educación de los soldados en escuelas regimientales, siendo el 34° de Infantería uno de los primeros regimientos en organizar su escuela, a la que asistían Cabos, Subtenientes y ocasionalmente Tenientes. Clausewitz, que había logrado ciertos conocimientos científicos, participó en esta escuela, quizás como instructor o en su administración.
En 1801 Clausewitz fue aceptado en la Academia de Guerra de Berlín, ahora a cargo del distinguido coronel de artillería Gerhard Scharnhorst, (quien tampoco era el típico oficial prusiano noble de infantería) iniciándose una relación intelectual y profesional duradera entre ambos, que introduciría a Clausewitz al selecto círculo de los reformadores del ejército prusiano. Scharnhorst, uno de los gigantes de la unificación de Alemania, había deducido correctamente que los éxitos militares de Napoleón se debían a los cambios sociales ocurridos Francia, especialmente a la emergencia de una nación francesa en armas.
Para neutralizar la amenaza francesa, no era suficiente entonces estudiar sus nuevas tácticas o la organización de su ejército, sino que había que considerar la dimensión social del cambio y el contexto general en el que se combatía. Por eso es que el curriculum de la Kriegschule incluía, además de ramos técnicos y militares, otras ciencias sociales que le otorgaban una perspectiva amplia a sus egresados, entre los que Clausewitz ocuparía el primer lugar de su promoción en 1803.
El joven oficial fue nombrado ayudante del Príncipe Augusto, hijo del Príncipe Fernando, Comandante del 34° de Infantería y conoció - en casa de su jefe - a María Von Brühl, con quien contraería matrimonio sólo siete años después a causa del rechazo de su familia por la falta de nobleza de Clausewitz. Durante los dos años siguientes, Clausewitz escribió prolíficamente y participó activamente en el movimiento de reforma militar. Los escritos que luego dieron forma a "De la Guerra" se originaron en sus trabajos de esta época.
Al estallar la guerra contra Francia en 1806, el Príncipe Augusto recibió el mando de un batallón y junto a Clausewitz - ascendido a capitán - participó en su primera gran batalla napoleónica y en la catastrófica retirada que le sucedió. Clausewitz experimentó de primera mano el cambio radical que había operado en la guerra y cuan diferente era ésta ahora a las ordenadas maniobras y marchas de su niñez.
Eventualmente, el Príncipe y su ayudante fueron hechos prisioneros y trasladados a Francia hasta 1808, mientras otros militares prusianos adquirían fama en la guerra, destacando Scharnhosrt y Gneiseau. Durante su fácil cautiverio en Nancy, Clausewitz advirtió la profundidad de los cambios sociales de Francia y su impacto en el método de guerra francés. Además, apreció la necesidad de cambios similares en Prusia, aunque acordes a la cultura alemana, para lograr establecer un sentimiento nacional arraigado y conseguir un ejército de carácter nacional.
Sus reflexiones se ven exteriorizadas en múltiples acciones como la academia, siendo una de ellas el abordaje DE LA GUERRA, una de sus obras, que pretendemos exponer literal y parcialmente en su Capitulo VI.
Como se hizo costumbre, trataremos de entregar apartes bibliográficos que son de alto valor y que se seguirán exponiendo en este espacio.
DE LOS EJEMPLOS
Los ejemplos históricos aclaran todas las cuestiones y proporcionan, por añadidura, el tipo de prueba más convincente en el terreno empírico del conocimiento. Esto reza para el arte de la guerra más que para cualquier otro. El general Scharrihorst, cuyo compendio sobre la guerra real es el mejor de todos cuantos hayan sido escritos, declara que los ejemplos históricos constituyen en este tema la parte más importante, y los utiliza de forma admirable.
Si hubiera sobrevivido a la gran guerra en la que cayó, nos habría proporcionado una prueba aún más explícita del espíritu observador y esclarecedor con el que trataba todas sus experiencias. Pero rara vez los escritores teóricos hacen un uso adecuado de los ejemplos históricos. En su mayoría, la forma en que los utilizan más bien está planteada no sólo para dejar descontenta a la inteligencia, sino incluso para ofenderla.
En consecuencia, creemos que es importante considerar en especial el uso correcto y el abuso de los ejemplos. Sin duda, los conocimientos que constituyen la base del arte de la guerra pertenecen a las ciencias empíricas. Pero si bien derivan principalmente de la naturaleza de las cosas, sin embargo, en su mayor parte sólo partiendo de la experiencia podemos llegar a conocer la esencia de esa naturaleza.
Además, la aplicación práctica es modificada por tantas circunstancias, que los efectos nunca pueden ser percibidos por completo a partir de la mera naturaleza de los medios. Los efectos de la pólvora, ese gran agente de la actividad militar, sólo fueron aprehendidos a través de la experiencia, y hasta la fecha se realizan continuamente experimentos para investigarlos de forma más completa.
Es obvio, sin duda, que una bala de plomo a la que por medio de la pólvora se le ha dado una velocidad de 1000 pies por segundo, tiene que destrozar todas las cosas vivientes que alcanza en su recorrido. No necesitamos que la experiencia nos lo demuestre. Pero, al determinar este efecto, ¡cuántas circunstancias conexas se hallan implicadas, algunas de las cuales sólo pueden ser percibidas por medio de la experiencia! Y no consideramos únicamente el efecto físico; nos interesa también el efecto moral, y el único camino para percibirlo y calcularlo es el de la experiencia.
En la Edad Media, cuando las armas de fuego acababan de ser inventadas, su efecto físico, debido a su construcción imperfecta, era insignificante, como es lógico, comparado con el que tiene ahora, pero su efecto moral era mucho mayor. Uno tendría que haber visto realmente la firmeza de esas masas adiestradas y conducidas por Bonaparte, en su ciclo de conquistas, bajo el cañoneo más intenso e ininterrumpido, para comprender lo que pueden realizar tropas curtidas por la extensa práctica en el peligro, cuando una retahíla de victorias las ha llevado a actuar siguiendo la excelsa regla de exigir de sí mismas el máximo posible.
Esto nunca sería verosímil para la simple imaginación. Por otra parte, es bien sabido que, aún hoy, en los ejércitos europeos existen tropas que pueden ser dispersadas fácilmente con algunos disparos de cañón, como son las de los tártaros, los cosacos, los croatas, etc. Pero ningún campo empírico del conocimiento, y en consecuencia ninguna teoría de la guerra, puede complementar siempre sus verdades con pruebas históricas; en cierta medida, también sería difícil ilustrar cada caso individual con la única base de la experiencia. Si en la guerra cierto medio se muestra muy eficaz, se tiende a repetirlo. Uno copia al otro, y el medio llega a ser una forma corriente y de uso, con base en la experiencia ocupando su lugar en la teoría, que se contenta con recurrir a la experiencia, para indicar su origen, pero no para demostrar su eficacia.
Pero cosa distinta es si la experiencia ha de ser usada para reemplazar un medio en uso, para demostrar la eficacia de uno dudoso, o para introducir uno nuevo; entonces los ejemplos particulares extraídos de la historia deben citarse como prueba. Si consideramos más detenidamente el uso de un ejemplo histórico, podemos distinguir fácilmente cuatro puntos de vista.
En primer lugar, cabe ser usado simplemente como explicación de una idea. En toda discusión abstracta resulta muy fácil ser mal comprendido o completamente ininteligible. Cuando un autor teme incurrir en ello, recurre a los ejemplos históricos, que servirán para presentar más claramente sus ideas y asegurarse de que es comprendido por sus lectores.
En segundo lugar, puede servir como aplicación de una idea, porque por medio de un ejemplo se crea la ocasión de mostrar la acción de esas circunstancias menores que no pueden ser percibidas por la expresión general de una idea, ya que en ello consiste, precisamente, la diferencia entre la teoría y la experiencia. En uno y otro caso nos referimos a ejemplos verdaderos.
En tercer lugar, podemos considerar especialmente el hecho histórico para fundamentar lo antes dicho. Esto basta en todos los casos en que se desea comprobar la mera posibilidad de un fenómeno o un efecto.
En cuarto y último lugar, cabe deducir alguna teoría de la presentación circunstancial de unos hechos históricos y de la comparación entre alguno de ellos, teoría que encuentra entonces su prueba verdadera en este mismo testimonio. Para el primero de estos propósitos, todo lo que se requiere generalmente es una mención rápida del caso, porque sólo es usado desde un único punto de vista. Incluso la exactitud histórica resulta ser una consideración secundaria.
Un caso inventado puede asimismo servir a ese propósito; pero los ejemplos históricos tienen que ser siempre preferidos porque acercan más la idea que ilustran a la vida práctica misma.
El segundo uso presupone una presentación más circunstancial de los hechos, pero de nuevo la exactitud histórica tiene aquí una importancia secundaria, y en relación con este punto podemos decir lo mismo que en el primer caso.
Para el tercer propósito, por lo general basta la simple mención de un hecho indudable. Si se afirma que las posiciones fortificadas pueden cumplir su objetivo bajo ciertas circunstancias, sólo es necesario mencionar la posición de Bunzelwitz en apoyo de esa afirmación. Pero si tiene que ser demostrada una verdad general por medio de la narración de un caso histórico, entonces todo lo que se relacione con la afirmación debe ser analizado exacta y cuidadosamente; por así decir, debe ser reconstruido minuciosamente ante los ojos del lector.
Cuanto menor sea la eficacia con que esto puede ser realizado, más débil será la prueba y se hará más necesario compensar el poder demostrativo del que adolece el caso aislado, citando un número más amplio de casos, porque tenemos el derecho de suponer que los detalles más minuciosos que nos es imposible mencionar se neutralizan recíprocamente en relación con sus efectos, en cierto número de casos.
Si queremos probar, por medio de la experiencia, que la caballería está mejor situada detrás de la infantería que en idéntica línea con ella: que es muy peligroso, si no se cuenta con una decidida superioridad numérica, efectuar un movimiento envolvente con columnas ampliamente separadas, ya sea en el campo de batalla o en el teatro de la guerra, o sea, táctica o estratégica¬mente, entonces, en el primero de estos casos, no bastaría con citar algunas derrotas en las cuales la caballería se encontraba en los flancos de la infantería y algunas victorias en las que la caballería se hallaba en la retaguardia, y, en el último caso, no sería suficiente remitirnos a las batallas de Rívoli y Wagram, al ataque de los austríacos sobre el teatro de la guerra en Italia en 1796 o al de los franceses en el teatro de la guerra alemán, en el mismo año.
Por medio de la investigación detallada de las circunstancias y de los acontecimientos considerados uno por uno debe ser mostrada la forma en que estos diferentes ataques y posiciones pudieron contribuir a que se produjera el mal resultado en cada uno de estos casos.
Sólo entonces sabremos en qué medida pue¬den ser censuradas esas formas, punto que es muy necesario se¬ñalar, ya que una censura total, efectuada de cualquier modo, no se correspondería con la verdad.
Ya ha sido demostrado que, cuando es imposible un relato detallado de los hechos, una prueba deficiente puede ser reemplazada en alguna medida por la cita de un cierto número de casos; pero es indudable que es este un recurso peligroso y del cual se ha hecho demasiado abuso.
En lugar de un ejemplo expuesto con gran detalle, se tratan ligeramente tres o cuatro, dándose así la apariencia de una prueba convincente. Pero hay cuestiones en las que no se prueba nada por mucho que se pre¬senten una docena de casos similares, como son aquellas que se producen con frecuencia, frente a las cuales pueden ser presentados con la misma facilidad otros doce casos de resultado opuesto.
Si se enumeran doce batallas perdidas en las que el bando derrotado atacó en columnas separadas, podemos citar otras doce ganadas en las que se usó el mismo orden.
Es evidente que por este camino no puede obtenerse ningún resultado. Mediante la cuidadosa consideración de estas diferentes circunstancias podemos ver con cuánta facilidad cabe hacer mal uso de los ejemplos.
Un acontecimiento que es mencionado en forma superficial, en lugar de ser reconstruido minuciosamente en todas sus partes, es como un objeto observado a gran distancia, que presenta la misma apariencia por todos sus lados y en el que no puede distinguirse su verdadera composición.
Tales ejemplos han servido en realidad para fundamentar las opiniones más contradictorias. Para algunos, las campañas de Daun constituyen un modelo de restricción. Para otros no son otra cosa que un ejemplo de timidez y falta de resolución.
El paso de Bonaparte por los Alpes Nóricos, en 1797, puede parecer la más eximia de las resoluciones, pero también un acto de pura temeridad. La derrota estratégica de Bonaparte en 1812 puede ser interpretada como la consecuencia ya sea de un exceso de energía como de una falta de ella. Estas dos opiniones han sido expresadas, y es fácil ver que pueden haber surgido porque cada una interpretó la relación existente entre los acontecimientos de forma diferente. Al propio tiempo, estas opiniones antagónicas no pueden reconciliarse recíprocamente y, por lo tanto, una de las dos debe ser necesariamente falsa.
Por más que agradezcamos al excelente Feuquiéres los numerosos ejemplos que incluye en sus memorias, en parte porque con ello se han conservado gran número de incidentes históricos que de otra forma se habrían perdido, y en parte porque fue el primero en relacionar las ideas teóricas, o sea abstractas, con la vida práctica, hasta donde los casos presentados pueden considerarse que explican y definen con mayor precisión lo que es afirmado teóricamente, no obstante, de acuerdo con la opinión de los lectores imparciales de nuestros días, apenas alcanzó el objetivo que se propuso a sí mismo: el de probar los principios teóricos por medio de ejemplos históricos.
Porque, aunque a veces describe los hechos con gran minuciosidad, sin embargo deja de mostrar que las deducciones extraídas provienen necesariamente de la relación existente entre estos acontecimientos.
Otro mal que resulta de la observación superficial de los acontecimientos históricos es el de que algunos lectores no tienen suficiente conocimiento o memoria de ellos como para ser capaces ni siquiera de captar la intención del autor; de modo que no les queda otro remedio que aceptar ciegamente lo que el autor afirma o continuar careciendo de una verdadera convicción.
Es cierto que resulta extremadamente difícil reconstruir o desarrollar los acontecimientos históricos delante de los ojos del lector de forma adecuada, de tal modo que aquéllos puedan ser usados como pruebas, ya que el escritor carece, por lo general, tanto de los medios como del tiempo o del espacio para obrar así.
Pero mantenemos que, cuando nuestro objetivo se centra en sancionar una opinión nueva o dudosa, un solo acontecimiento, analizado a fondo, resulta ser mucho más instructivo que diez tratados superficialmente.
El defecto de este tratamiento superficial no es que el escritor presente su historia con la pretensión injustificada de querer probar algo por medio de ella misma, sino que no ha conocido los acontecimientos en forma adecuada, y de esta manera descuidada y veleidosa de encarar la historia surgen puntos de vista falsos e intentos de elaboración de teorías que nunca habrían aparecido si el escritor hubiera considerado como un deber deducir de la estricta relación de los acontecimientos todo lo nuevo de la historia que quisiera ofrecer y buscara probar, y ello de modo concluyente.
Cuando estemos convencidos de las dificultades que entraña el uso de los ejemplos históricos y, al mismo tiempo, de la necesidad de exigirlos, también coincidiremos en que la historia de la guerra más sobresaliente ha de ser siempre el campo más natural de donde seleccionar ejemplos, con la sola condición de que esa historia sea conocida y haya sido recopilada de forma satisfactoria.
No se trata sólo de que los períodos más remotos guardan relación con circunstancias diferentes y, por lo tanto, con una conducción distinta de la guerra, y que, en consecuencia, los acontecimientos producidos en esos períodos son menos instructivos para nosotros, ya sea teórica o prácticamente, sino también que es lógico que la historia de la guerra, como cualquier otra, pierde gradualmente cierto número de pequeños rasgos y detalles que existían originariamente, que cede cada vez más en vida y en colorido, al igual que una pintura oscurecida o desvaída, de la que al final sólo se conservan las grandes masas y los rasgos sobresalientes, adquiriendo de este modo proporciones excesivas.
Si consideramos el estado actual de la conducción de la guerra, podemos decir que, desde la guerra de Sucesión austríaca, las contemporáneas a ella son casi las únicas que guardan una considerable similitud con el presente, al menos en lo que respecta al armamento, y que, a pesar de los muchos cambios que se han producido, en circunstancias grandes y pequeñas, están suficientemente cerca de las guerras modernas como para proporcionarnos enseñanzas considerables.
Bastante distinto es el caso de la guerra de Sucesión española, ya que en aquel tiempo el uso de las armas de fuego no estaba todavía bien desarrollado y la caballería era aún el arma más importante. Cuanto más retrocedemos, a medida que la historia de la guerra se hace más árida y más pobre en detalles, menos útil nos resulta.
Necesariamente la historia más estéril tiene que ser la de los tiempos antiguos. Pero esta inutilidad no es en verdad absoluta; se relaciona sólo con esas cuestiones que dependen del conocimiento de detalles minuciosos o con aquellas en que ha variado el método de conducción de la guerra.
Aunque conocemos muy poco sobre la táctica empleada en las batallas entabladas entre suizos y austríacos, o en las de los borgoñones contra los franceses, encontramos sin embargo en ellas la evidencia inequívoca de que fueron las primeras en las que se puso de manifiesto la superioridad de una buena infantería sobre la mejor caballería.
Una mirada general a la época de los condottieri nos enseña cómo el método total de conducir la guerra depende del instrumento que se use, porque en ningún otro período las fuerzas utilizadas en la guerra habían presentado en tal alto grado las características de un instrumento especializado y habían sido separadas en forma tan completa del resto de la vida civil y política.
La forma extraordinaria como los romanos, en la segunda guerra púnica, atacaron a los cartagineses en España y África, mientras Aníbal se encontraba en Italia sin haber sido todavía derrotado, puede ser estudiada como un caso muy instructivo, ya que se conocen suficientemente bien las relaciones generales de los estados y los ejércitos en las cuales residía la eficacia de esa resistencia indirecta.
Pero cuanto más descienden las cosas a lo particular y más se desvían de las generalidades puras, tanto menos podremos buscar ejemplos y experiencias en los períodos muy remotos, porque no tenemos el medio de juzgar en forma adecuada acontecimientos análogos, ni podemos aplicarlos a nuestros medios, por completo diferentes. Lamentablemente, sin embargo, siempre ha existido una gran tendencia al apriorismo al tratar los acontecimientos de los tiempos antiguos.
No discutiremos qué participación pudieron haber tenido en ello la vanidad y la palabrería, pero en la mayoría de los casos no somos capaces de descubrir ninguna intención honesta ni ningún esfuerzo serio para enseñar y convencer y, en consecuencia, sólo podemos considerar esas alusiones como adornos floreados destinados a tapar resquicios y ocultar defectos.
Sería de inmensa utilidad enseñar el arte de la guerra por medio de ejemplos históricos, como se propuso hacer Feuquiéres. Pero sería este un trabajo que ocuparía toda una vida, si hemos de concluir en que el que lo emprendiera debería primero adquirir la competencia para la tarea mediante una larga experiencia personal en la guerra real.
Quienquiera que, llevado por convicciones íntimas, desee emprender esa tarea, tiene que prepararse para cumplirla como si tuviera que efectuar un largo peregrinaje. Tendrá que sacrificar su tiempo, no retroceder ante esfuerzo alguno, ni temer a ningún poder temporal, y habrá de elevarse por encima de todo sentimiento de vanidad personal y de falso pundonor, para decir, de acuerdo con el código francés, sólo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. |