La Inteligencia en la Democracia Peruana

INTELIGENCIA EN LA DEMOCRACIA PERUANA 

Dr. CIRO ALEGRÍA.- PERU 

Las opiniones sobre el futuro de los servicios de inteligencia en el Perú suelen irse a dos extremos. Unos piensan que no es posible hacer inteligencia sin violar los derechos fundamentales y que, como no hay más remedio que hacerla, es un campo de actividades del Estado sin control democrático. 

Otros, más preocupados por la coherencia y la limpieza del régimen democrático, piensan que el gobierno debe contar únicamente con una central de análisis de información obtenida (¿exclusivamente?) de fuentes públicas, y que las operaciones subrepticias, así como la contrainteligencia, deben quedar a cargo de los institutos armados y reservadas para los casos (¿remotos?) de subversión o de amenaza exterior. 

La primera posición es autoritaria y perfectamente compatible con un gobierno como el de Fujimori. La segunda es aparentemente democrática, reclama para sí incluso una tradición democrática peruana, pero en verdad claudica ante la posición autoritaria, porque deja también sin control democrático las operaciones subrepticias. Los extremos se juntan. Los unos aducen que el control entorpece la obtención de inteligencia, y los otros, que el gobierno democrático no puede correr el riesgo de ensuciarse con tales operaciones. 

El resultado es el mismo. Ambos grupos, los autoritarios y los herederos de la «tradición democrática», exigen que la inteligencia exista como un gueto dentro del Estado. La inteligencia —la firme, la que hace operaciones subrepticias— servirá a su manera al Estado y este se servirá de ella sin asumir responsabilidad por ella. Estas dos posiciones no son nuevas: dieron lugar al malhadado SIN y al malogrado CNI, respectivamente. 

Las ideas políticas, como son actitudes, generan formas de usar el poder y, a veces, instituciones formales del Estado. Luego, lo pensado mal o a medias en una idea política, el error que pasa inadvertido bajo el ruido de las directivas, los discursos, las coordinaciones, las reglamentaciones y las órdenes, se instala un día en una mala institución que hace daño sistemáticamente, y usando los dineros públicos. Veamos la mala idea que engendró al SIN. 

Fue el dogma montesinista: la única forma de estabilizar al gobernante elegido es usar irrestrictamente, más allá de todo control legal, los poderes excepcionales del Estado. La democracia, según este dogma, es una ilusión de las masas que debe ser alimentada para que sea posible el Estado. Esta ilusión se nutre de prensa amarilla, televisión manipulada, amedrentamiento de opositores y de militares disidentes, soborno de autoridades, jueces y políticos. 

Las masas quieren creer que ellas han elevado al poder a un hombre fuerte y que él les será fiel y permanecerá en el poder hasta satisfacerlas. Este dogma se impuso en los primeros días del gobierno de Fujimori y desde la cúpula militar y empresarial que sacó adelante su régimen. Por ello, en vez de continuar con planes de golpe militar tradicionales, adoptaron al nuevo líder surgido de las urnas, pero no con el respeto que merece un gobierno elegido, sino como el producto estrella de un mercado de ilusiones. La fábrica de ilusiones era el SIN, y Montesinos, su gerente general. 

Él tenía que crear candidatos municipales, prensa favorable al gobierno, también planillones de firmas, fallos judiciales y acuerdos internacionales que rodearan de legitimidad a Fujimori. El SIN siempre se pareció más a los grandes estudios de cine que a una oficina de seguridad. La generación de información confiable y útil para que el gobierno tomase medidas adecuadas fue siempre algo muy secundario en el SIN. 

La obtención de información estaba directamente vinculada a la realización de operativos, se hacía con la lógica militar de las operaciones especiales. No tenía pues principalmente la función de alimentar políticas o medidas de gobierno para prevenir la violencia. 

En el contexto de la ofensiva terrorista desesperada de Sendero Luminoso (SL), la inteligencia era parte de una guerra de inteligencia, era insumo de contrainteligencia, desinformación, guerra psicológica, contrasabotaje y contraterror. Y en las altas esferas, cuyo séptimo cielo eran las salas de reuniones del SIN, el asunto diario era obtener, crear o controlar los medios para implementar las políticas de imagen. 

Un hilo de oro unía estos dos ámbitos, el de las operaciones militares (espionaje local, capturas, interrogatorios) y el de las operaciones políticas (soborno y chantaje a grandes propietarios, autoridades y personajes públicos): el flujo de dinero negro, proveniente del narcotráfico. El esfuerzo contrasubversivo en las zonas rurales se combinó a partir de 1989 con la obtención del control sobre el narcotráfico, el cual estuvo completo bajo el poder de Montesinos, a fines de 1994. 

La contrasubversión no se convirtió directamente en legitimación política; eso habría sido el plan de un golpe militar tradicional. El objetivo fujimontesinista fue siempre comprar o extorsionar los medios de una legitimación democrática aparente, para lo cual usaron el dinero negro, producto secundario de la contrasubversión. 

El gran público de las superproducciones del SIN quedó profundamente decepcionado cuando se propaló el primer «vladivideo», pero no tan golpeado por el papel miserable en que quedaban sus estrellas (Fujimori y Montesinos ridiculizados, confundidos, separados y acusándose uno al otro) como por la bancarrota de la gran firma promotora de espectáculos y estrellas, el SIN. 

Nunca más una superproducción, qué desastre. Y en cierto sentido han tenido razón, porque después del breve y decoroso gobierno de transición de Valentín Paniagua —apenas una miniserie— Toledo no ha logrado tener una sola temporada de éxito. El público político se distingue del público económico —y ambos son facetas de una y la misma población— en que demanda la realización visible de ciertos valores estéticos y simbólicos. 

El público político de un país mayoritariamente pobre, como el Perú, espera presenciar un impecable —mejor dicho, implacable— ejercicio de soberanía, en el cual la voluntad individual del líder se traduzca fluidamente en posiciones de fuerza. Es un público que «sabe» ver televisión y juzga a los personajes públicos interpretando las declaraciones y las noticias. 

De otro modo no se entiende la excepcional popularidad de Beatriz Merino, ni la excepcional recuperación y resistencia de Fernando Rospigliosi. Este último, sin embargo, no convenció del todo a ese público de la soberanía porque, fiel a sus convicciones, corrió los riesgos de mantener una tensión con las Fuerzas Armadas y emplear democráticamente a la Policía, lo que fue un signo de falta de ambición política que decepcionó a muchos espectadores. 

Para que surja un nuevo público político, capaz de una lectura moral de la escena pública, hace falta un cambio cultural tan profundo como el que terminó, a inicios de la modernidad, con los rezagos medievales de paganismo y dio paso a la adoración interior y la contemplación mística de las imágenes sagradas, cuyo equivalente en el Perú fue el triunfo del culto criollo de los santos en el siglo XVII. Quiero decir con todo esto que no debemos confundir el rechazo al régimen fujimontesinista ocasionado por la difusión del «vladivideo» con una ola de indignación moral, pro derechos humanos, ni nada por el estilo. 

La tentación de recurrir otra vez a servicios especiales como los que brindaba el SIN sigue siendo, pues, grande, tanto para el actual gobierno como para cualquier otro que venga en los próximos años. Sin embargo, ¿acaso no es posible reforzar la imagen de un gobernante elegido mediante información de inteligencia confiable y oportuna? La tarea, aunque modesta y dura, tiene buen sentido y es perfectamente realizable. 

Así como un Ministro del Interior alcanzó un rango importante de popularidad y credibilidad por su notable compenetración con la PNP, un Presidente de la República elegido democráticamente puede elevar su popularidad reduciendo su margen de error político con el apoyo de un sistema de inteligencia, y ello sin dar señales autoritarias ni militaristas. Lo que el público político amoral —hoy mayoritario— no perdona es el fiasco. Eso mismo que mató al SIN, eso es lo que ha matado al CNI: el mal paso, la torpeza digna de pifia. 

Creo que las deficiencias crónicas del CNI fueron defectos de fábrica, consecuencias de una idea mal pensada. Se creyó que la autoridad central de inteligencia sería más confiable si se le quitaba la capacidad de control administrativo de las operaciones secretas. A partir de la creación del CNI, los servicios de inteligencia de los institutos armados no tuvieron que recabar autorización expresa para cada plan operativo, como sí tenían que hacerlo en el SIN. En el CNI los jefes de los servicios se reunían a coordinar con el Presidente de este, no tenían que solicitar constantemente su aprobación administrativa, ni rendir cuentas de las operaciones; eran más bien sus benefactores voluntarios, porque le entregaban información obtenida de fuentes no públicas. 

Y como se creía también en la incompatibilidad entre inteligencia operativa y control legal, no se limitó por ley los tipos de operaciones permitidas ni los casos en que la autoridad competente podría autorizarlas. Para colmo, el CNI tenía en su oficina central de análisis, la DINIE, capacidades operativas de contrainteligencia que resultaban su único medio para controlar las operaciones secretas de los institutos armados. 

Falto de autoridad administrativa para dirigir y controlar las operaciones, el Presidente del CNI se vio tentado a veces de usar para ello las capacidades de contrainteligencia y terminó jugando al gato y al ratón con ciertos equipos operativos. Ese fue el menos malo de los casos, el que ocasionó la salida del almirante Alfonso Panizo. Las caídas de Mora y de Almeyda, hombres del partido de gobierno y de confianza del Presidente, fueron mucho peores porque sus fiascos fueron protagonizados por ellos mismos. Almeyda anduvo por los caminos de la tentación que he mencionado más arriba, la de relanzar los servicios especialísimos de obtención de recursos de imagen. 

Que los servicios de inteligencia militares tuviesen que entregar sus informes, como insumos, a una central de análisis, y que esta fuera la única autorizada para remitir apreciaciones de inteligencia a las altas esferas del Estado, era ya un avance. 

También el hecho de que el Presidente del CNI no fuese ya más un militar en actividad, subordinado operativamente a su comando, sino un responsable político designado por el gobierno. Pero esto no bastó, porque la incapacidad para controlar administrativamente, o sea de oficio, las operaciones, sumada a la falta de recursos, provocó una baja desastrosa del rendimiento y una tendencia a la descalificación del Presidente del CNI. La idea de que el mejor servicio de inteligencia para la democracia es el más débil es la mala idea que gestó al CNI. 

Refleja la típica claudicación de la clase política peruana al poder soberano que le confiere la elección democrática. Refleja también el mal hábito de delegar con carta blanca los asuntos de seguridad a los militares, quienes pronto convierten ese monopolio de los medios de violencia en capital de su corporación y se aprestan luego a ponerle condiciones políticas e incluso a jaquear al gobierno elegido. 

El destino de esta idea está hoy a la vista: ya no hay oficina central de inteligencia en el Perú, los institutos armados elaboran sus propias evaluaciones estratégicas, con significado político, y afianzadas en operaciones secretas, y las presentan al Presidente de la República, quien carece de un equipo de análisis y control para apreciarlas en su justa medida y verificarlas. 

Como no es hora de quedarse callado, voy a proponer en los renglones siguientes líneas generales para un órgano rector de las actividades de inteligencia en el Perú, el cual debe ser a la vez fuerte y controlable democráticamente. Su OBJETIVO es proveer información para la seguridad nacional. Las actividades de inteligencia en un país democrático proveen regularmente a un estrecho círculo de autoridades del Estado información oportuna, confiable y relevante sobre asuntos de seguridad nacional. En el Perú estos son el Presidente de la República, el Presidente del Consejo de Ministros y los Ministros del Interior, Defensa, y Relaciones Exteriores. 

Todas las políticas del Estado tienen que llevarse a cabo de forma que contribuyan a la seguridad y no generen riesgos innecesarios. Con este fin, los receptores de inteligencia se reúnen en un consejo para establecer las políticas correspondientes. Ellos tienen la responsabilidad de instruir y orientar a todos los demás agentes del Estado según las líneas maestras de esta política. 

No corresponde al Presidente del Congreso de la República ser receptor de inteligencia estratégica si el Legislativo no asume responsabilidades directas en la generación de políticas de seguridad. El Congreso peruano está lejos de tener las atribuciones constitucionales y las capacidades de análisis para ello. No se le rinde cuentas de la ejecución del presupuesto militar anterior antes de aprobar el nuevo, no establece el número de efectivos ni el nivel de fuerza, no establece los riesgos y amenazas, todo esto es responsabilidad del Ejecutivo. 

Si sigue siendo así, pues solo le corresponde al Ejecutivo la responsabilidad más alta en materia de seguridad. Sus ACTIVIDADES Y MEDIOS están delimitados y autorizados según leyes estrictas. Debe estar prohibido por ley a los servicios de inteligencia reunir información sobre personas (activistas, periodistas, autoridades locales) y organizaciones políticas y sociales que no amenacen a la seguridad nacional, particularmente en los casos de movilizaciones y obstrucciones no violentas (desobediencia civil pacífica.) La invasión de la esfera privada o cualquier acción de inteligencia que afecte algún derecho solo pueden realizarse bajo autorización tanto de la alta dirección de inteligencia como de una instancia independiente del Ejecutivo. 

Casi toda la información que requieren los servicios de inteligencia la obtienen actualmente de fuentes públicas. Pero como en casos de amenaza a la seguridad algunas veces no se puede prescindir de información obtenible solo de fuentes no públicas, es responsabilidad de la alta dirección delimitar cuáles son estos casos y cuáles las operaciones correspondientes. 

Hay que distinguir entre riesgos y amenazas. 

Las amenazas son acciones que implican daño inminente a la seguridad (terrorismo, crimen organizado, agresión exterior). Los riesgos son situaciones o relaciones con cierta probabilidad de generar amenazas, especialmente si son mal manejados. Hay algunos riesgos que vale la pena correr, pues quien no arriesga, no gana. Para el cálculo de riesgos, la inteligencia no puede recurrir a fuentes no públicas. (Por ejemplo, evaluación de expediente de candidato a cargo oficial.) Sí, en cambio, cuando se trata de prevenir o enfrentar amenazas. 

En estos casos la alta dirección debe recabar la autorización de un juez especializado u otra autoridad estatal independiente del Poder Ejecutivo, presentando los elementos de juicio que indican la peligrosidad del caso. Las operaciones especiales deben guardar proporcionalidad con el grado de la amenaza. 

Los criterios de proporcionalidad deben ser establecidos en estrecha coordinación con el Consejo de Seguridad Nacional. Las leyes y reglamentos que delimitan las actividades de inteligencia deben ser públicos y haber surgido de una amplia y profunda discusión pública. Su ORGANIZACIÓN es la de una comunidad de inteligencia presidida por un funcionario con rango de Ministro. 

La inteligencia es producida por un conjunto definido de agencias, correspondientes a algunos sectores del Ejecutivo, las cuales son coordinadas, dirigidas y supervisadas por un funcionario con rango de Ministro, el Presidente de la comunidad de inteligencia, quien tiene para ello amplias atribuciones y facultades administrativas. 

En el Perú se trata de los tres servicios de inteligencia militares (que deben ser dependencias de la oficina de inteligencia del Ministerio de Defensa), el servicio de inteligencia del Interior (que incluye a la inteligencia policial) y la oficina de inteligencia de Relaciones Exteriores. Ninguna de estas debe estar autorizada para producir ni proveer inteligencia sin autorización del Presidente de la comunidad de inteligencia. Los servicios de inteligencia militares no deben estar autorizados a producir regularmente inteligencia sobre seguridad interior, solo ocasional y restringidamente, en la medida en que se realicen operativos militares en el territorio nacional. 

El Presidente de la comunidad de inteligencia reúne regularmente a los jefes de los servicios de inteligencia sectoriales para deliberar sobre la apreciación estratégica de amenazas y riesgos, interpretar las directivas del Consejo de Seguridad Nacional y orientar las actividades de los servicios. Sesiona regularmente con el Presidente de la República y participa, en calidad de miembro eventual, en el Consejo de Seguridad. Cuenta con una oficina de análisis que lo apoya en la elaboración de las apreciaciones estratégicas de seguridad. 

Esta oficina no está autorizada a obtener información de fuentes no públicas ni a realizar operaciones de contrainteligencia. Su control sobre los servicios es estrictamente administrativo. 

Tiene acceso a toda la información de inteligencia disponible y a todas las actividades u operaciones que realizan los servicios. Establece los presupuestos de los servicios; supervisa la ejecución del gasto; aprueba los ascensos, puestos y destinos de los agentes; define los criterios de evaluación y calificación del personal, el reclutamiento, los códigos de ética, el entrenamiento y las remuneraciones. El CONTROL EXTERNO DE LA INTELIGENCIA actúa con independencia del Ejecutivo, voluntad política, atribución legal y equipo técnico. 

Los miembros de la comisión de inteligencia del Congreso deben supervisar los planes de acción y el gasto de la comunidad de inteligencia y, para ello, establecer criterios de uso del dinero antes de aprobar el presupuesto. Es aconsejable además un control multilateral, que incluya un Contralor y un Defensor especializados. Su PROFESIONALISMO se basa en una escuela única, un sistema de carrera profesional y un liderazgo escalonado. 

En inteligencia es muy importante el «control subjetivo», es decir, el que se efectúa por medio de la formación del personal, la calificación continua a lo largo de la carrera y el liderazgo real de los superiores. Debe existir una escuela única de inteligencia —con nivel de postgrado— donde se preparen los especialistas militares, policiales y civiles. 

A fin de modelar la conducta de los agentes, los superiores deben tomar medidas que van desde la promoción hasta la separación del servicio, bajo responsabilidad de no omitirlas ni tomarlas sin fundamento. La inteligencia es una fuente de poder administrativo que solo puede ser conquistada con profesionalismo, ciencia y técnica. 

En las democracias jóvenes, como la peruana, esa fuente suele ser capturada por grupos de interés o corporaciones profesionales que abusan de esas capacidades especiales y tiranizan al país entero. 

En democracia, ninguna capacidad corporativa da derecho al poder político, el cual solo nace de la justa competencia electoral. Los líderes políticos que aspiran a este tipo de legitimación tienen que aprender a controlar las otras fuentes, no electorales, sino administrativas o sistémicas, del poder, fuentes subordinadas al proceso democrático que, si se ponen por encima de él, dan lugar a tiranías. 

En otras palabras: a la inteligencia, lo mismo que al sistema financiero o militar, o bien se la conquista, o bien ella domina. Y no vale en esto complacerse con repetir una aspiración insatisfecha, como un amor imposible, porque eso es en verdad caer bajo su dominación.

 
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